Arthur Conan Doyle nació en 1859 en Edimburgo, Escocia, patria asimismo de un escritor a quien el creador del detective más célebre de la historia de la literatura admiraba, Walter Scott. La voluntad y el cariño de las mujeres de la familia lograron que superase una infancia no demasiado feliz y pudiera estudiar medicina. Precisamente esa etapa de estudiante habría de resultar de vital importancia para su futuro como hombre de letras, pues uno de sus profesores, el doctor Joseph Bell, le enseñaría la ciencia de la deducción, y también tomaría buena cuenta de la confianza en sus propias dotes y el sentido de la ironía de su compañero George. Ambos serían la inspiración de Conan Doyle cuando creó a Sherlock Holmes.
Nuestro personaje hace su brillante aparición en 1887, protagonizando Estudio en escarlata, la primera de una serie de historias detectivescas. En esa misma obra, y como narrador de esta y de las demás historias de Holmes, nace Watson, inseparable compañero de Holmes, y, de hecho el otro yo del lector en las narraciones que protagoniza el detective. Todas las características de los futuros relatos están ya en éste: Holmes, dotado de una inteligencia afilada, arrogante y sarcástico, maniático y bastante excéntrico, pero aun así apreciado y admirado; Watson, su compañero y único amigo conocido, narrador de las peripecias del detective, razonable y humano, con quien el lector puede identificarse y que, en definitiva, aporta el lado más humano del tándem; el enigma por resolver, sea un crimen (lo más frecuente) u otro asunto, pero siempre complejo, artificioso, oscuro… y al alcance de la brillante lógica de Holmes; el rival, la mente perversa que ha planeado y perpetrado el crimen, que tendrá su máximo exponente en el matemático Moriarty, enemigo mortal del detective; la progresión del relato con golpes de efecto, hasta llegar a la resolución del caso, a la explicación del misterio, a cargo de Holmes, que de este modo nos ofrece estabilidad tras haber derrotado al caos.
Conan Doyle perfeccionaría su técnica con El signo de los cuatro, que consagraría al detective. El autor introducía aquí elementos propios del reportaje y de la novela histórica, género que respetaba y estimaba, y en el que incidiría con una excelente novela, La compañía blanca, ambientada en la Castilla de Pedro I el Cruel.
Seguirían relatos cortos, agrupados en Las aventuras de Sherlock Holmes (1891) y Las memorias de Sherlock Holmes (1894), hasta que Conan Doyle, agobiado por la tiranía a que lo sometía su personaje, decide acabar con él, en un famoso enfrentamiento con su archienemigo Moriarty en las cataratas de Reichenbach (en el relato Su último saludo desde el escenario).
Pero Sherlock Holmes se resistía a morir, y sus miles de seguidores tampoco estaban dispuestos a perdonar semejante crimen. Conan Doyle se mantuvo firme cuanto pudo, pero, seducido por una nueva historia, tal vez más rica en matices, con más posibilidades narrativas que las precedentes, lo haría “resucitar” a su personaje en 1901: El sabueso de los Baskerville. Para cubrirse las espaldas, situaría la historia antes de la mortal pelea con Moriarty. Sin embargo, después, presionado por buena parte de la sociedad británica, Holmes reaparecería victorioso, en 1905, en El regreso de Sherlock Holmes.
Conan Doyle tuvo que afrontar dos duros golpes, la muerte de su mujer en 1906 y, aún más severo para él, la de su hijo en 1918. Unos años antes, en 1912, había visto la luz otra de sus creaciones, en la aparecía un nuevo personaje que habría de protagonizar relatos igualmente fascinantes: el profesor Challenger. La obra se titulaba El mundo perdido, una novela a la que el cineasta estadounidense Steven Spielberg rendiría homenaje muchos años más tarde en una película homónima. Al final de su vida, y una vez más dando muestras de su inquietud intelectual y humana, se interesó y defendió las tesis de los espiritistas. Murió en 1930, consagrado como novelista, e inmortal por haber dado vida al detective más famoso de la historia de la literatura.
La fama de Sherlock Holmes ha hecho del personaje un auténtico mito, que ha generado imitaciones, continuaciones, adaptaciones cinematográficas, etc., de todos los formatos y de todos los tipos. Dignas de mención son la película La vida privada de Sherlock Holmes, de Billy Wilder; la serie de adaptaciones cinematográficas (entre ellas, El sabueso de los Baskerville) protagonizadas por Basil Rathbone o Peter Cushing; el homenaje que se le rinde en la serie norteamericana House, protagonizada por Hugh Laurie; la inevitable comparación con la genial creación de Agatha Christie, el detective Hércules Poirot, que ofrece un contraste interesante y más de una irónica referencia a Holmes; la estupenda adaptación para la televisión británica protagonizada por Jeremy Brett en los años noventa o el ingenioso retrato de un Holmes adolescente que ofrecieron en los ochenta Barry Levinson y Steven Spielberg en El secreto de la pirámide, entre otros muchos ejemplos. Incluso en nuestros días, todavía algunas personas insisten en considerarlo un personaje histórico y le escriben cartas a su célebre residencia, en el 221B de Baker Street, en Londres (hoy, un interesante museo dedicado a Holmes y a su creador), donde luce una de las placas azules con que la capital británica distingue los lugares en que han morado personajes importantes para la historia del Reino Unido. ¡Y, en efecto, ahí está Sherlock Holmes, como si hubiese existido de verdad: “Consulting detective”!