(Acto III: Martirio
descubre a Adela que regresa del pajar después de haber
estado con Pepe el Romano.)
Adela: Por eso procuras que no vaya con
él. No te importa que abrace a la que no quiere. A mí,
tampoco. Ya puede estar cien años con Angustias. Pero
que me abrace a mí se te hace terrible, porque tú
lo quieres también, ¡lo quieres!
Martirio: (Dramática) ¡Sí!
Déjame decirlo con la cabeza fuera de los embozos.
¡Sí! Déjame que el pecho se me rompa como
una granada de amargura. ¡Le quiero!
Adela: (En un arranque, y abrazándola)
Martirio, Martirio, yo no tengo la culpa.
Martirio: ¡No me abraces! No quieras
ablandar mis ojos. Mi sangre ya no es la tuya, y aunque quisiera
verte como hermana no te miro ya más que como mujer.
(La rechaza)
Adela: Aquí no hay ningún
remedio. La que tenga que ahogarse que se ahogue. Pepe el Romano
es mío. Él me lleva a los juncos de la orilla.
Martirio: ¡No será!
Adela: Ya no aguanto el horror de estos
techos después de haber probado el sabor de su boca.
Seré lo que él quiera que sea. Todo el pueblo
contra mí, quemándome con sus dedos de lumbre,
perseguida por los que dicen que son decentes, y me pondré
delante de todos la corona de espinas que tienen las que son
queridas de algún hombre casado.
Martirio: ¡Calla!
Adela: Sí, sí. (En voz baja)
Vamos a dormir, vamos a dejar que se case con Angustias. Ya
no me importa. Pero yo me iré a una casita sola donde
él me verá cuando quiera, cuando le venga en gana.
Martirio: Eso no pasará mientras
yo tenga una gota de sangre en el cuerpo.
Adela: No a ti, que eres débil:
a un caballo encabritado soy capaz de poner de rodillas con
la fuerza de mi dedo meñique.
Martirio: No levantes esa voz que me irrita.
Tengo el corazón lleno de una fuerza tan mala, que sin
quererlo yo, a mí misma me ahoga.
Adela: Nos enseñan a querer a las
hermanas. Dios me ha debido dejar sola, en medio de la oscuridad,
porque te veo como si no te hubiera visto nunca.
(Se oye un silbido y Adela corre a la puerta,
pero Martirio se le pone delante)