Lecturas

Antología poética (Rosalía de Castro)

La crítica opina

3. Manuel Murgía (escritor, esposo de Rosalía)


 

Una verdadera noche reinaba en el cielo literario de Galicia. Los soldados andaban dispersos, los combates eran imposibles. De todo aquel rumor, de todas aquellas esperanzas nacidas al calor de la revolución de julio, no quedaba más que un eco, una esperanza que vivía y se manifestaba en las columnas de El Miño, el periódico que de una manera más decisiva influyó en los destinos de nuestro país. En él se había refugiado cuanto conservábamos de vivaz y fecundo, en él se reflejaba el espíritu de una generación que parecía haber traído al mundo como única tarea la de crear una nueva Galicia y fecundar los gérmenes de vida que este pueblo encierra. ¿Se perseguía un imposible? No es fácil decirlo, aunque por mi parte aseguro que nadie creía semejante cosa. Tenían fe en la virtualidad de su obra: creían en sus milagros. El intentar la regeneración a que se aspiraba, era una prueba de que se iba a algo sólido y durable. No se quería morir sin haber combatido en aquel especialísimo torneo, en que la dama de nuestros pensamientos era la pequeña patria. Y pues todo lo que vive se resiste a la muerte, se aceptó la lucha, como una prueba de que aún vivíamos.

Cada uno escogió su puesto, y nuestra escritora, que, como la mujer gala, seguía a los suyos al combate, conociendo que podía ayudarles, se colocó resueltamente en las primeras filas.

Como medio más eficaz de volver a la vida a un pueblo que a fuerza de desgracias apenas sí tenía conciencia de sí mismo, tratábase por todos de penetrar en sus limbos, iluminarlos con aquella luz necesaria, para que cuanto nos pertenece tomase cuerpo y fuese visible a los ojos de los demás. El pasado con sus sombras, el presente con sus dudas y desalientos, cuanto había sido Galicia, cuanto lo era todavía, o podía serlo, nos pedían una mirada y un pensamiento. Sentíamos como por instinto que antes de nada era preciso rehabilitar el país gallego, realizar sus esperanzas y traducir en hechos lo que aún no había podido pasar de la categoría de tentativas más o menos afortunadas. Esta dirección puramente provincial, no era en verdad cosa nueva, pero tomaba en nuestras manos mayor fuerza. Por más que pusiésemos en ello nuestra alma y nuestra sangre, otros antes habían querido lo que nosotros: no era la primera vez que se perseguían tan nobles ideales, prueba de la vitalidad de los pensamientos que nos animaban. Si antes no se habían realizado, era porque había faltado la unidad en los trabajos, y una más clara noción en todos de la obra emprendida. Así resultó estéril, pues sólo podía ser fecunda siendo completa.

Las nuevas corrientes tenían por lo tanto mayor eficacia, pues se dirigían a un fin, claro, definido, concreto. Consagradas por el éxito, alentadas por el doble interés de la curiosidad y cariño con que eran recibidas por el país, se comprende que, pues la empresa era aceptada, fuese más fácil. Todos querían poner su piedra en el templo que se levantaba y aportar a la obra común su esfuerzo o su sacrificio.

Nunca por lo tanto se sentían más vivamente esos deseos, ni tomaban más cuerpo, ni eran más firmes tan nobles propósitos, como cuando, lejos de la patria, y en medio de las soledades castellanas, se pensaba en los campos paternos y se creían ver los horizontes que los limitan. Así era, que entre los ausentes se hablaba de ellos como los profetas super flumina Babilonis. Pensad ahora qué pasaría en el corazón de una enferma joven y sola, que habiendo dejado en Galicia a la madre y a la hija, se sentía de nuevo languidecer y morir bajo el cielo para ella siempre inhospitalario de la España central.

Era una templada tarde de los primeros días de la primavera castellana. El sol iluminaba la vasta extensión, el aire era puro y tibio, apenas se le sentía pasar como un suspiro. Las plantas en germen exhalaban los aromas que anuncian los hermosos días: el cielo era claro y transparente, el temple suave, los horizontes dilatados; sólo faltaban para animar aquel cuadro los árboles, nuestros amados árboles, las ondas cristalinas, los perfumes de los prados y sus verdes intensos, los ruidos de que están poblados los valles y las colinas gallegas. Nos rodeaba la desolada estepa, sin una sinuosidad que rompiese la línea igual y extensa, sin más tonos que los calientes y enteros propios de aquellas llanuras. Sólo allá, al fondo, el viejo Guadarrama, en cuya cima blanqueaba la nieve, recortaba el horizonte que los últimos rayos de sol encendían y hermoseaban.

Contemplando este cuadro, y recordando en presencia de semejantes esterilidades, la exuberancia de los campos gallegos, sintió nuestra escritora la necesidad de escribir y publicar un libro en que se reflejasen con toda su poesía y pureza, los paisajes y la vida entera de la gente de nuestro país. Y queriendo romper con cuanto le rodeaba y le era tan poco acepto, prometiese a sí misma escribirlo en lengua materna. Y aquella misma noche, presa el alma de las profundas tristezas de quien, sin tocar en sus veinticuatro años, se creía ya con un pie en el sepulcro; sospechando que ya no volvería a ver de nuevo el cielo de la triste Compostela, bajo el cual le aguardaban, trazó con mano rápida y con la brevedad de la improvisación, aquellos versos tan tristes y tan hermosos que llevan por glosa la canción popular más en consonancia con el estado de su espíritu, Adiós ríos, adiós fontes, versos que vieron entonces la luz en El Museo Universal.

Tal fue el origen de un libro que tan especial influjo ejerció en la literatura gallega contemporánea. Hijo del exaltado amor del país, concebido en hora de la más honda melancolía, reflejó en sus páginas algo de lo inocente y juvenil de un alma que no había vivido aún y la amargura de los que no esperan vivir muchos días y están perpetuamente con un pie en lo insondable.

¡Ella como ningún otro!... porque preparándose a acometer su empresa, sintió que se recrudecían sus males y que se hallaba más cerca que nunca del sepulcro. Tal vez deseaba ya penetrar en sus tinieblas y que acabasen para siempre las incertidumbres que la tenían constantemente esperando su fin. Tal vez ansiaba aquel momento en que, como al irlandés que sucumbe en las soledades del Nuevo Mundo, se le dijese al enterrarla:

-¡Ea! ¡vuélvete a Galicia! ¡vuélvete a tu patria!

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