Porque lo cierto era que lejos de su tierra se sentía acabar sin remedio.
Fue, pues, necesario volver al país. Sólo los aires natales podían salvarla. Y en su busca vino confiada, cuando todos creían que ya no vería caer más hojas que las que empezaban a brotar en los árboles de las avenidas, gratas a su corazón y a sus ojos, tan pobladas para nosotros de los más dulces y santos recuerdos. Mas ¡ay! que otras cosas queridas vio caer antes para no levantarse más, pues a poco de llegar a su casa, su madre murió de golpe en sus brazos y cuando menos lo esperábamos. Aquel corazón, herido por tantas ausencias, quebrose al fin al peso de los antiguos sufrimientos. Dios no quiso negarla el supremo favor de que la hija más que amada, estuviese a su lado para recoger su último suspiro y la mirada postrera.
Este dolor de los dolores fue para ella profundo e inapagable. Como Leopardi, podía decir también, "que el mal que la habla privado del uso de la vida, no le daba siquiera la esperanza de la muerte", pues ni llegaba el consuelo, ni el olvido era posible, ni acababa de romperse el frágil vaso de su existencia. Al fin triunfó la juventud y gozó algunas horas de paz; mas apenas sí dirigía a sus sueños de otros días una mirada indiferente. El proyecto que abrigaba de consagrar a Galicia las primicias de su musa, podía darse por abandonado, pues nunca como entonces se sintió más dispuesta a sepultarse por completo y para siempre en la oscuridad del hogar y vivir en sus apacibles quietudes. No abrigando deseo alguno de gloria, ¿para qué escribir?, se decía. Y en verdad que para interrumpir aquel hondo silencio, para dar vida a los muertos de entonces, parece como que se necesitaba algo más que la voz de una mujer y los acentos de una musa doblemente femenina.
Pero fue así. Impreso el primer pliego de los Cantares, sin que de ello tuviese noticia, vióse obligada a escribir el resto del libro a medida que las cajas demandaban original. Aprisa, sin dar tiempo a que secasen las cuartillas, sin corregir ni leer al día siguiente lo escrito la víspera, fecunda, abundante, espontánea sobre toda ponderación, fue dando, hoy una, mañana otra, la mayor parte de las composiciones que forman aquel pequeño volumen. De un solo golpe y casi sin levantar la pluma del papel, escribió las sesenta octavas del Cuento de Vidal. Pastor Díaz, a quien la muerte no permitió escribir las páginas que debían precederles, aseguraba no haber leído nada más corriente, ni más puro, que aquellos versos. Añadía, que se complacería en decirlo así. Que le agradaba aquella nueva aurora y aquel fresco aire de la patria, que venía encerrado en las estrofas más completamente populares a hablarle de los floridos campos de Galicia. Que así como al frente de las poesías de Zorrilla había hecho la defensa del romanticismo -por él inaugurado antes, en su celda de colegial- haría el elogio del movimiento provincial, que tantas cosas nuevas traía a la superficie, que tantas y tan nobles revelaciones hacía y del cual había tenido, así como una visión y un presentimiento. Porque aquel gran hombre de Estado, a quien no agradaba la unidad de Italia, casualmente porque rompía tradiciones y deshacía pueblos, aseguraba que las provincias españolas estaban destinadas -por la gran diversidad de su sangre- a reconstruirse y recobrar su fisonomía en un período no muy lejano. Contra lo que algunos espíritus superficiales aseguran, sostenía que la tendencia a crear la pequeña patria es lo que ha de salvar de un completo aniquilamiento a cuanto hay de vital en los pueblos europeos. Es lo único vivaz y original que posee la sociedad moderna, atacada como ninguna otra, del mal nivelador de la unidad y de la centralización.
Pero lo que más le agradaba era ver escrito el libro en aquel dulcísimo dialecto que había hablado en su niñez. Ponderaba sobre manera hallarle despojado de las voces bárbaras y giros os prosaicos con que tantos mancharon la lengua y la poesía gallega. Los versos cadenciosos y fáciles se hermanaban al fin con una dicción propia y sin afectación ni pretensión alguna, tan conforme con la índole de los asuntos y que se parecía a la corriente de un río, cuando arrastra con rapidez lo que se confía a sus ondas. Hasta entonces nadie había hablado nuestra lengua con más pureza ni mejor acierto. Nuestro idioma salía de sus labios completo y hecho, tanto que si los cantares populares que glosa no fuesen en bastardilla, nadie sabría distinguirlos de los que se debían a su inspiración. He aquí la verdadera piedra de toque en que se ha de evaluar lo castizo de su lenguaje, no empleado todavía en la producción literaria. El día en que un completo conocimiento de la poesía popular haga posibles tales comparaciones, se verá que nuestra escritora, no sólo tenía el instinto, el candor y la expresión de los sentimientos populares, sino que hablaba la lengua de su pueblo, con la misma sencillez y afecto que nuestro perdido cancionero.